martes, 2 de septiembre de 2008

Algo le hacía sentir que ese día iba a ser distinto.
Su horario de entrada era a las 7, pero la pasión por Chacarita un sábado a la tarde era más fuerte. De todas maneras, a las 8 ya estaba en la puerta. Bici en mano, campera puesta, listo para empezar.
Gustavo, el dueño del lugar, nunca se molestó mucho por sus llegadas tarde. Sabía que más allá del retraso, aquél chico que había contratado con apenas 15 años para repartir volantes hasta quedar como el primer chico de delivery, era de absoluta confianza. Tarde o no, Gustavo siempre lo esperaba.
Hacía 10 años que había abierto el local; el boom de los años 90 con su infinidad de posibilidades económicas y la fascinante alucinación de pertenecer a un mundo soñado, le permitió probar suerte con un video club en pleno barrio de Villa Crespo. Mal no le fue; una década después el video sigue en pie soportando la alucinación del siglo XXI con la magia de bajar películas por Internet o las nuevas posibilidades económicas de comprárselas al chico que las vende en la parada del 106.
Aún así, el video mantiene su clientela. Todos conocen que los adelantos del cine ya están en los estantes de Gustavo. Y esto no se debe justamente a una exclusividad con las productoras internacionales. La gente de la comisaría 15 también lo sabe. Dicen que la copia de formatos originales y el contrabando de la misma son ilegales. Se supone que el soborno también, pero en Villa Crespo no hay policías que atiendan a esas denuncias.
En toda su historia en el barrio, Gustavo contrató muchos adolescentes con ganas de ganar sus primeros pesos. Tampoco es que hacía favores por ser buena gente. La paga siempre fue en negro, baja – bajísima- y los chicos debían trabajar las suficientes horas como para ver Titanic más de una vez.
A Guillermo eso no le molestaba. Su idea del video era lograr un poco de experiencia laboral mientras cursaba los últimos años del secundario. Las pocas exigencias le permitían cursar a la mañana, dormir la sagrada siesta e ir al local a la tarde a forma de ritual: despertador a las 6.30, unos mates, saludos, bici por Guemes, esquivar el 15 en Scalabrini Ortiz y en 10 minutos estaba en su lugar. Todos los días a las 7 en punto estaba ahí. Excepto los sábados, obviamente.
Ese sábado llegó cansado. El clásico con Platense había sido más complicado de lo que se esperaba. El 1 a 1 no conformó a ninguna de las tribunas. A Guille, tampoco.
Sobre el mostrador del video lo esperaba la última novedad con su destinatario sobre un papel celeste: Murillo 340 3º C. La mujer de sus sueños había llamado para pedir la última temporada de LOST. Guillermo nunca entendió muy bien acerca de la trama de las películas. Dentro de las paradojas de la vida, su pasión siempre pasó por los documéntales deportivos; la ficción no era lo suyo. Por eso siempre que le preguntaban o le pedían recomendaciones, se dedicaba a inventar personajes, situaciones y finales. Nadie jamás le reclamó nada. Siempre le creyeron, comprobaron que mentía y volvían a alquilarle. Era su energía, no lo que decía.
Pero a ella no podía mentirle. El video estaba a tres cuadras de su casa, pero a Guille le parecía el recorrido del 60 en su ramal más importante. Sufría cada vez que tenía que ir. Sonreía al mismo tiempo. Transpiraba. Temblaba. A una cuadra y media, la cadena de la bicicleta se le salía. Nunca entendió porqué, pero siempre se dio así. Como si el destino quisiera prolongar esa agonía mezclada con ansiedad y pusiera en cámara lenta la escena final, en la que todo ya está premeditado, en la que se sabe que la chica perfecta va a terminar con el más lindo y el protagonista nunca va a morir.
Antes de salir, Gustavo le encargó que retire “Buscando a Nemo” de Padilla 345 7º A. Aquella sí que era una familia rara. Era la tercera vez en menos de un mes que alquilaban esa película. Tenían dos chicos de entre 5 y 10 años. La primera vez, Gustavo y Guillermo entendieron que era para uno de los chicos. En el segundo alquiler, sospecharon que esta vez era el turno del otro hermanito para poder verla, o quizás no habían llegado a tiempo para terminarla. La tercera vez, Guille estaba seguro que nunca se habían dado cuenta que era un DVD doble; primero una mitad y luego la otra. Debía darles vergüenza admitir que no entendían ese abrupto final y sin sentido. Lo mismo debía haberles pasado con Lilo & Stich aunque nunca lo reconocieron; 5 alquileres en dos semanas. A la cuarta entrega que realizó Guille, se encargó de poner la segunda parte del DVD en el primer espacio de la caja.
Tocó el timbre en la primera parada y esperó. Miró su reloj y a los dos minutos volvió a repetir la acción. Era como un código implícito que habían creado los clientes y él. A la familia no le gustaba recibir visitas, por eso le temían al sonido que venía del portero. Por alguna razón, Guille lo entendió y asumió en silencio el compromiso de hacer notar que era él quien estaba en la puerta. Como era habitual, el padre de casa atendió. El portero nunca andaba bien. O al menos ellos decían no escucharlo claramente, aunque Guille siempre fue testigo auditivo de los gritos de los nenes en medio de la ansiedad de atender ese aparato que emitía un sonido del afuera. Capaz era una excusa más. En caso de que alguien hubiese descubierto el secreto, y que no sea el chico del video quien esté tocando el timbre, ellos asumían no escuchar para evadir cualquier situación incómoda. Tras escuchar la palabra mágica de “Video”, el padre bajó. Nunca tardaba más de 3 minutos. Era un cálculo matemático, lógico, rápido. Bajaba en pantuflas y bata. Abría la puerta con el suficiente espacio para que pase la caja de la película. Nunca dejaron propina. Sonreía, cerraba la puerta y se iba. Esta vez, cuando Guille tuvo la película en sus manos giró con la tranquilidad ritualista de siempre. No llegó a subirse a la bicicleta que por primera vez escuchó algo más que un “Hola” por parte de ese hombre: -“Que bueno que el padre haya podido encontrar a Nemo. Realmente los chicos están muy contentos”. Sonrió una vez más y las pantuflas lo llevaron de nuevo a casa. Sin dudas, ese sábado era distinto.
No tuvo tiempo para sentir alegría por haber cambiado el orden de los DVD; en dos giros de rueda recordó el nuevo destino: Murillo 340 3º C.
Por alguna razón, los clientes de los videos club no tienen nombre, apellido ni DNI. Son simplemente una calle y un número. Afortunados aquellos que viven en edificios que también son poseedores de un piso y un departamento.
Murillo 340 3º C lo esperaba. En realidad, ella quería conocer más sobre aquellos personajes perdidos en una isla. Guille sintió poder; ellos estaban en sus manos. Y la cadena también, que a una cuadra y medio se volvió a salir.

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