domingo, 9 de noviembre de 2008

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Por alguna razón nadie alquila películas de día, ni siquiera los fines de semana.

Guillermo entraba a trabajar al atardecer. No tenía un horario fijo; simplemente esperaba la caída del sol, tomaba su bicicleta y entendía que ese era el momento justo para arrancar. Cinco años atrás y tras un intento fallido de dedicarse al fútbol, se encontró con un cartel en el que pedían chicos para delivery en el turno noche. Teniendo en cuenta que estaba cursando los últimos años de la escuela secundaria y que estaba próximo en tiempo a un recital de La Renga, decidió probar suerte por un par de semanas.
En su momento, muchos compañeros del colegio estaban en su misma situación; como si pasar por el oficio de delivery fuese un derecho obligado en los adolescentes. La mayoría caía en la tentación del trabajo por pocas horas, que si bien no tenía una buena paga, permitía sacar algunos pesos para bancar las salidas del fin de semana. El lugar común de casi todos era el reparto en pizzerías. Pero Guillermo sintió que repartir películas implicaba algo más.
Pasaron más de treinta recitales y Guillermo seguía teniendo el mismo destino cada noche. Los primeros años se dedicaba exclusivamente a la entrega en la calle. Con el pasar del tiempo logró el mayor ascenso que se podía obtener; atender el teléfono los días de semana. Salir con la bicicleta era el equivalente a tener mayor propina, pero atender el teléfono sumaba la inocencia de jugar a adivinar, según quien llamara, qué género de película iba a alquilar. Probablemente, nunca nadie se halla enterado de la existencia del juego, pero Guillermo se sentía satisfecho cada vez que acertaba. Era similar lo que hacía cuando le pedían recomendaciones sobre algún film; se dedicaba a inventar personajes, situaciones y finales. Nadie jamás le reclamó nada. Siempre le creían, comprobaban que mentía y volvían a alquilarle. Era su energía, no lo que decía.
Eran las siete de la tarde de un sábado que simulaba ser uno más de esos sábados de Villa Crespo que se mantenía como todos los días, como todos los años.
El barrio simulaba ser el mismo que había sido hace décadas; parecían no haber cambiado nunca ni los comerciantes, ni los vecinos ni los perros. Hasta el policía de la esquina era siempre el mismo; el oficial Juan Ramirez con sus más de noventa kilos y su metro sesenta con los zapatos puestos. Todas las noches encontraba su lugar en la esquina de Figueroa y Acoyte. A las nueve en punto agachaba la cabeza para disimular con la gorra y se quedaba dormido estando parado. A forma de ritual y perdiendo la gracia con el paso de los años, Guillermo pasaba con la bicicleta muy cerca de él y le pisaba los pies. El oficial Juan Ramirez se enojaba y corría a quejarse con Gustavo, el dueño del video, cual nene que reclama protección y atención en los brazos de los mayores, olvidando el uniforme que llevaba puesto. Todos sabían que dormía. Las dos veces que robaron en el barrio, los ladrones lo insultaron desde la otra esquina para despertar y así humillar aún más a aquellos escombros de hombre que intentaba vigilar la cuadra.
Guillermo nunca se enteró si Juan Ramirez también trabajaba de día. Villa Crespo parecía no existir para él previo a la caída del sol que aquí tardaba un poco más gracias a la altura de las casas.

Ese sábado a la noche parecía ser distinto. Alrededor de las ocho, el teléfono no paraba de sonar. Por alguna razón, nadie alquila películas de día. Como si la noche fuese el escenario ideal para meterse en historias ajenas.


-2-

La mejor música es la de la lluvia.

En medio del caos telefónico y a pesar de que el pronóstico había anunciado una noche despejada, ese sábado empezó a llover
Las futuras propinas de Guillermo festejaban por adelantado al escuchar los primeros truenos.
Muchos de los clientes eran del barrio por lo que no consideraban obligatorio el dejar propina cada vez que pedían una película. Pero la lluvia los sensibilizaba y Guillermo abusaba de ese sentimiento dejándose la remera mojada cada vez que salía a repartir. Es más, si era necesario, la humedecía un poco más antes de subirse a la bicicleta.
El sueldo de un repartidor no alcanza más que para las salidas adolescentes. Por aquellos años juveniles, Guillermo se solía fastidiar porque no tenía ganas de mojarse. Sin embargo, a medida que el iba creciendo pero el contexto laboral seguía siendo el mismo, el recital más esperado era el de la lluvia.
Los sábados eran días de cobro, al igual que los miércoles. Esa noche Guillermo iba a viajar a Santa Fe para ver a Chacarita al otro día. Todavía no había podido pagar el pasaje ya que había prometido hacerlo después de cobrar. Gustavo, el dueño, argumentó que esa noche no iba a poder pagarle los cincuenta pesos que le correspondían. Los alquileres habían sido pocos en la semana y la situación empeoró aún más cuando llegaron de visita los compañeros del oficial Juan Ramirez de la comisaría nº 15 en busca del premio por obviar el alquiler de películas truchas.
Al contrario del aumento de sueldo por mayor antigüedad. Guillermo se había tenido que adaptar a los descensos monetarios que Gustavo había sufrido en los últimos tiempos. Hacía diez años que había abierto el local: el boom de los años noventa con su infinidad de posibilidades económicas y la fascinante alucinación por pertenecer a un mundo soñado, le habían permitido probar suerte con un video club. Pero el siglo XXI lo encontraba con la magia de bajar películas por Internet o las nuevas posibilidades de comprárselas al chico que las vendía en la parada del colectivo 106.
Ante este comentario, Guillermo vio frustrado el viaje organizado. Sin embargo, los primeros truenos revivieron la esperanza de poder realizarlo. Con suficientes fuerzas para tambalear en los viejos adoquines y con la remera más mojada que nunca estaba preparado para bailar el mejor ritmo.

-3-

Guillermo había decidido no darse descanso pero debía ser estratégico y elegir del mostrador las mejores direcciones a las cuales ir. La experiencia no sólo había dejado un gran conocimiento de calles (más de una vez se sintió realizado al poder indicarle una dirección a alguna chica del colectivo) sino que el contacto constante con los clientes le permitía conocer quienes le iban a dar propina y quienes no.
Eligió las cinco direcciones más importantes; gente soltera, por lo general, que alquilaba dos películas por nueve pesos y no dudaban en pagar con diez y dejarle a Guillermo la moneda restante.
Antes de salir, Gustavo le encargó que retire “Buscando a Nemo” de Padilla 345 7º A. Aquella sí que era una familiar rara. Era la tercera vez en menos de un mes que alquilaban esa película. Tenían dos chicos entre cinco y diez años. El primer alquiler, Gustavo y Guillermo entendieron que era para uno de los chicos. En el segundo, sospecharon que esta vez era el turno del otro hermanito para poder verla, o quizás no habían llegado a tiempo para terminarla. En la tercera ocasión, Guillermo estaba seguro que nunca se habían dado cuenta que era un DVD doble; primero una mitad y luego la otra. Debía darles vergüenza admitir que no entendían ese abrupto y sin sentido final. Lo mismo debía haberles pasado con Lilo & Stitch aunque nunca lo reconocieron; cinco alquileres en dos semanas. A la cuarta entrega que realizó Guillermo, se encargó de poner la segunda parte del DVD en el primer espacio de la caja.
Ya en la dirección, tocó el timbre y esperó. Miró su reloj y a los dos minutos repitió la acción. Era como un código implícito que habían creado estos clientes y él. A la familia no le gustaba recibir visitas, por eso le temían al sonido que venía del portero. Por alguna razón, Guillermo lo entendió y asumió en silencio el compromiso de hacer notar que era él quien estaba en la puerta. Como era habitual, el padre de casa atendió. El portero nunca andaba bien. O al menos ellos decían no escucharlo claramente, aunque Guillermo siempre fue testigo auditivo de los gritos de los nenes en medio de la ansiedad por atender ese aparato que emitía el sonido del afuera. Capaz era una excusa más. En caso de que alguien hubiese descubierto el secreto y que no fuese el chico del video quien estuviera tocando el timbre, ellos asumían no escuchar para evadir cualquier situación incómoda.
Tras escuchar la palabra mágica de “video” el padre bajó. Nunca tardaba más de tres minutos. Era un cálculo matemático, lógico, rápido. Bajaba en pantuflas y bata. Abría la puerta con el suficiente espacio para que pase la caja de la película. Sonreía, cerraba la puerta y se iba. Esta vez, cuando Guillermo tuvo la película en sus manos, giró con la tranquilidad ritualista de siempre. No llegó a subirse a la bicicleta que por primera vez escucho algo más que el simple saludo por parte de ese hombre: “Que bueno que el padre haya podido encontrar a Nemo. Realmente los chicos están muy contentos”. Nunca dejó propina. Ni siquiera esa noche. Sonrió una vez más y las pantuflas lo llevaron de nuevo a casa.
Satisfecho, Guillermo recordó que la gira estratégica debía seguir.

-4-

En las noches de lluvia, la acumulación de llamados no puede faltar. Que se rompa la caja de la bicicleta en la que Guillermo carga con las películas, tampoco. Estando a dos horas de cumplir su objetivo, no podía perder ni segundos en un intento de arreglo fallido. Fue hasta el almacén de españoles que todavía se mantenía en pie enfrente del video y cambió bolsitas por monedas. Las ató al manubrio de la bicicleta y emprendió nuevamente su camino.
En los primeros cuatro destinos no encontró dificultades. Las cuatro almas solteras se comportaron como él esperaba; dramas pasionales, comedías románticas y la propina que Guillermo iba a buscar.
Cuando miró el quinto papel con la dirección se dio cuenta que se había equivocado: la casa antigua de Padilla y Darwin había pedido una vez más Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y Memento.
Por alguna razón, los clientes del video club no tenían nombre, apellido ni DNI. Son simplemente una calle, una casa y un número. Afortunados aquellos que vivían en edificios y que también eran poseedores de un piso y de un departamento.
La mujer de Padilla y Darwin, que por su aspecto simulaba haber conocido el cine desde mucho tiempo antes que su época de VHS, se había empecinado en ver películas que tratasen sobre la memoria, la misma que ella había perdido tiempo atrás.
Al sentir que la lluvia ya llegaba a aturdirlo, pensó que quizás podría obviar ese pedido ya que probablemente la mujer lo hubiese olvidado.
Por su anhelo de conseguir más propina o el absurdo y autónomo andar que tenía la bicicleta en los días de lluvia, se encontraba ya en la esquina de la antigua casa. En la puerta estaba ella, su dueña, con la sensación de estar esperando a alguien y con la incertidumbre de no saber a quién.
Como todos los sábados sonrío al verlo. Le hizo recordar que se parecía mucho a su nieto, que se sentía sola sin su marido aunque realmente no se acordaba muy bien adónde había ido. Ella, por las dudas, seguía preparando cada noche la ropa de su esposo, engordando a las polillas con un traje que nunca más se volvería a usar.
También le dijo que la jubilación no le había llegado por lo que tenía la plata justa para pagar el pedido. Se disculpó y le dijo a Guillermo que tenía una novedad para ofrecerle a cambio: un pedazo de torta.
El mismo brownie casero del sábado anterior se sumaba a las ganancias de esa noche de lluvia.

martes, 2 de septiembre de 2008

Algo le hacía sentir que ese día iba a ser distinto.
Su horario de entrada era a las 7, pero la pasión por Chacarita un sábado a la tarde era más fuerte. De todas maneras, a las 8 ya estaba en la puerta. Bici en mano, campera puesta, listo para empezar.
Gustavo, el dueño del lugar, nunca se molestó mucho por sus llegadas tarde. Sabía que más allá del retraso, aquél chico que había contratado con apenas 15 años para repartir volantes hasta quedar como el primer chico de delivery, era de absoluta confianza. Tarde o no, Gustavo siempre lo esperaba.
Hacía 10 años que había abierto el local; el boom de los años 90 con su infinidad de posibilidades económicas y la fascinante alucinación de pertenecer a un mundo soñado, le permitió probar suerte con un video club en pleno barrio de Villa Crespo. Mal no le fue; una década después el video sigue en pie soportando la alucinación del siglo XXI con la magia de bajar películas por Internet o las nuevas posibilidades económicas de comprárselas al chico que las vende en la parada del 106.
Aún así, el video mantiene su clientela. Todos conocen que los adelantos del cine ya están en los estantes de Gustavo. Y esto no se debe justamente a una exclusividad con las productoras internacionales. La gente de la comisaría 15 también lo sabe. Dicen que la copia de formatos originales y el contrabando de la misma son ilegales. Se supone que el soborno también, pero en Villa Crespo no hay policías que atiendan a esas denuncias.
En toda su historia en el barrio, Gustavo contrató muchos adolescentes con ganas de ganar sus primeros pesos. Tampoco es que hacía favores por ser buena gente. La paga siempre fue en negro, baja – bajísima- y los chicos debían trabajar las suficientes horas como para ver Titanic más de una vez.
A Guillermo eso no le molestaba. Su idea del video era lograr un poco de experiencia laboral mientras cursaba los últimos años del secundario. Las pocas exigencias le permitían cursar a la mañana, dormir la sagrada siesta e ir al local a la tarde a forma de ritual: despertador a las 6.30, unos mates, saludos, bici por Guemes, esquivar el 15 en Scalabrini Ortiz y en 10 minutos estaba en su lugar. Todos los días a las 7 en punto estaba ahí. Excepto los sábados, obviamente.
Ese sábado llegó cansado. El clásico con Platense había sido más complicado de lo que se esperaba. El 1 a 1 no conformó a ninguna de las tribunas. A Guille, tampoco.
Sobre el mostrador del video lo esperaba la última novedad con su destinatario sobre un papel celeste: Murillo 340 3º C. La mujer de sus sueños había llamado para pedir la última temporada de LOST. Guillermo nunca entendió muy bien acerca de la trama de las películas. Dentro de las paradojas de la vida, su pasión siempre pasó por los documéntales deportivos; la ficción no era lo suyo. Por eso siempre que le preguntaban o le pedían recomendaciones, se dedicaba a inventar personajes, situaciones y finales. Nadie jamás le reclamó nada. Siempre le creyeron, comprobaron que mentía y volvían a alquilarle. Era su energía, no lo que decía.
Pero a ella no podía mentirle. El video estaba a tres cuadras de su casa, pero a Guille le parecía el recorrido del 60 en su ramal más importante. Sufría cada vez que tenía que ir. Sonreía al mismo tiempo. Transpiraba. Temblaba. A una cuadra y media, la cadena de la bicicleta se le salía. Nunca entendió porqué, pero siempre se dio así. Como si el destino quisiera prolongar esa agonía mezclada con ansiedad y pusiera en cámara lenta la escena final, en la que todo ya está premeditado, en la que se sabe que la chica perfecta va a terminar con el más lindo y el protagonista nunca va a morir.
Antes de salir, Gustavo le encargó que retire “Buscando a Nemo” de Padilla 345 7º A. Aquella sí que era una familia rara. Era la tercera vez en menos de un mes que alquilaban esa película. Tenían dos chicos de entre 5 y 10 años. La primera vez, Gustavo y Guillermo entendieron que era para uno de los chicos. En el segundo alquiler, sospecharon que esta vez era el turno del otro hermanito para poder verla, o quizás no habían llegado a tiempo para terminarla. La tercera vez, Guille estaba seguro que nunca se habían dado cuenta que era un DVD doble; primero una mitad y luego la otra. Debía darles vergüenza admitir que no entendían ese abrupto final y sin sentido. Lo mismo debía haberles pasado con Lilo & Stich aunque nunca lo reconocieron; 5 alquileres en dos semanas. A la cuarta entrega que realizó Guille, se encargó de poner la segunda parte del DVD en el primer espacio de la caja.
Tocó el timbre en la primera parada y esperó. Miró su reloj y a los dos minutos volvió a repetir la acción. Era como un código implícito que habían creado los clientes y él. A la familia no le gustaba recibir visitas, por eso le temían al sonido que venía del portero. Por alguna razón, Guille lo entendió y asumió en silencio el compromiso de hacer notar que era él quien estaba en la puerta. Como era habitual, el padre de casa atendió. El portero nunca andaba bien. O al menos ellos decían no escucharlo claramente, aunque Guille siempre fue testigo auditivo de los gritos de los nenes en medio de la ansiedad de atender ese aparato que emitía un sonido del afuera. Capaz era una excusa más. En caso de que alguien hubiese descubierto el secreto, y que no sea el chico del video quien esté tocando el timbre, ellos asumían no escuchar para evadir cualquier situación incómoda. Tras escuchar la palabra mágica de “Video”, el padre bajó. Nunca tardaba más de 3 minutos. Era un cálculo matemático, lógico, rápido. Bajaba en pantuflas y bata. Abría la puerta con el suficiente espacio para que pase la caja de la película. Nunca dejaron propina. Sonreía, cerraba la puerta y se iba. Esta vez, cuando Guille tuvo la película en sus manos giró con la tranquilidad ritualista de siempre. No llegó a subirse a la bicicleta que por primera vez escuchó algo más que un “Hola” por parte de ese hombre: -“Que bueno que el padre haya podido encontrar a Nemo. Realmente los chicos están muy contentos”. Sonrió una vez más y las pantuflas lo llevaron de nuevo a casa. Sin dudas, ese sábado era distinto.
No tuvo tiempo para sentir alegría por haber cambiado el orden de los DVD; en dos giros de rueda recordó el nuevo destino: Murillo 340 3º C.
Por alguna razón, los clientes de los videos club no tienen nombre, apellido ni DNI. Son simplemente una calle y un número. Afortunados aquellos que viven en edificios que también son poseedores de un piso y un departamento.
Murillo 340 3º C lo esperaba. En realidad, ella quería conocer más sobre aquellos personajes perdidos en una isla. Guille sintió poder; ellos estaban en sus manos. Y la cadena también, que a una cuadra y medio se volvió a salir.